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Magdalena

Salamineros no duermen por temor a que el río Magdalena los arrase

La erosión fluvial no solo ha acabado con negocios, también ha derrumbado el sentimiento de tranquilidad.

“Desde que comenzó el proceso erosivo no duermo tranquilo yo, no duerme tranquila la región, porque sentimos que si dormimos nos vamos a despertar y quedarnos sin nada”, cuenta de manera desesperada Luis Guillermo Ossa, un empresario de Salamina que vive como la mayoría de la población: angustiado.

Es que la alegría que habitaba en este municipio ribereño se ha visto apagada por la incertidumbre de qué pasará mañana, pues mientras ellos con desaliento esperan que las obras de mitigación avancen, el río Magdalena va destruyendo terreno, y con ello, sus sueños.

En el municipio se desayuna miedo, se almuerza angustia y se cena resignación, dado que las suplicas, las oraciones, las ofrendas en la iglesia y los trabajos artesanales no han detenido el peligro inminente que amenaza con arrebatarles todo por lo que han luchado.

Las calles que antes estaban llenas de niños jugando, de adultos en las puertas de las casas cogiendo fresco y de jóvenes paseando en moto por el municipio, ahora están sumidas en oscuridad y soledad.

El único sonido que se escucha durante el día son los carros que se movilizan por la calle que conduce al ferry, donde se está construyendo un dique por parte de la UNGRD. Del resto, ni las campanas de la iglesia suenan para anunciar una nueva misa.

Las vías que antes estaban llenas de flores, pasto y árboles frutales, están ahora atiborradas de lodo y agua de alcantarilla, producto del agua lluvia que ha colapsado la tubería.

Lo bueno entre lo malo

Pese a todo el mal que ha podido caer en este pueblo magdalenense, sus habitantes se encuentran orgullosos de la tierra que los vio nacer.

“Salamina antes estaba fea, esto era un moridero, ahora el pueblo está muy bonito”, afirmó doña Laura, mientras mostraba el parque colorido para niños que está construido a las afueras de la iglesia. El único que hay.

En el pueblo la mayoría de casas son de una planta y están pintadas con colores vivos. Cuentan con todos los servicios públicos y el internet funciona para lo necesario.

“Aquí no sufrimos por la luz como en otros municipios. Aquí poco se va y el agua es muy buena, purificada”, cuenta doña Laura.

El único bullicio permanente que se logra escuchar en el municipio es un grupo de hombres que se reúnen en el puerto de los Johnson, ubicado de frente a la iglesia municipal, donde se embarca la población para dirigirse al departamento del Atlántico. Su escapatoria más cercana.

Allí, conductores de motocarros, bicitaxis y motos se aglomeran para esperar que lleguen personas y poder transportarlas y hacerse la comida del día, pues sino les toca irse para Pivijay, porque su familia debe alimentarse.

A raíz de que ha disminuido el tráfico de personas y vehículos por el ferry, se ha reducido el empleo y por ende los ingresos. Para no morirse de hambre los salamineros han buscado qué vender, o han migrado, aunque sus residentes no lo admitan.

“No, aquí la gente no se ha ido. Ellos confían en que las obras se harán y el río se apaciguará. Las calles están solas porque la gente anda encerrada, pero no se han ido”, puntualizó doña Laura, mientras miraba a lo lejos las vías vacías y se peguntaba a si misma, dónde estaba la comunidad.  

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