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Especial Tasajera

Las heridas de la tragedia siguen sin sanar en Tasajera

Uno de los sobrevivientes del siniestro, con 10 cirugías en sus piernas y gran parte de su cuerpo con quemaduras, asegura que salir adelante es ahora mucho más difícil.

El 6 de julio del 2020 los habitantes de Tasajera, Magdalena sufrieron la peor tragedia de toda su historia. 

Para esos días en las calles del corregimiento no se hablaba de coronavirus, de falta de luz y agua o de escasez de dinero; sus habitantes solo se mantenían en silencio a la espera de una noticia sobre la suerte de los jóvenes del pueblo que se habían quemado mientras sustraían combustible de un camión volcado en la Troncal del Caribe.

Jorge Orozco fue uno de los 64 hombres que corrió hasta el kilómetro 47 de la Troncal del Caribe a aprovechar lo que parecía una valiosa oportunidad en medio de tantas necesidades que había soportado especialmente desde que inició la pandemia y se paralizaron las actividades. 

Asegura que lo hizo por “necesidad”; sin embargo, no imaginó que ese instante que representaría el rebusque del día, lo mantendría internado en una clínica de Bogotá por 4 meses debido a la gravedad de las heridas en su cuerpo.

Orozco reconoce que en este pueblo es común que los hombres del corregimiento corran cuando ocurren accidentes a ver que beneficio pueden sacar. 

Era la oportunidad de oro para conseguir dinero para comer, puesto que a raíz de la pandemia no había ingresos, la venta de pescado y bebidas en la carretera estaba “más dura que de costumbre”. 

“Lo hice por necesidad. Por la pandemia los carros no estaban en la vía, había mucha hambre y aquí necesitan la gasolina para ir a pescar. Se veía fácil para buscar cualquier vaina para la casa”, relata Orozco.

Al conocer del accidente, Jorge se fue corriendo junto a varios de sus amigos, familiares y vecinos de toda la vida con pimpinas en mano a extraer el líquido inflamable. Lo que sucedería en los minutos siguientes a su arribo al lugar cambiaría su vida para siempre y no precisamente como él lo hubiese imaginado.

Cuando llegó al sitio del siniestro, tomó las pimpinas que había llevado amarradas con un cordón de zapato y empezó a llenarlas. 

El tiempo le dio para completar dos recipientes y un compadre le dijo que se alejara y zafara otros dos tanques para llenarlos. Esa tarea en la que se alejó del camión siniestrado lo salvaron de morir calcinado, junto con su amigo.

Jorge estaba justo levantando los nuevos recipientes, cuando escuchó el estallido del camión. Aunque estaba a unos metros, en cuestión de segundos la candela le atrapó el cuerpo, puesto que tenía la ropa llena de gasolina. El pánico, el miedo y el dolor de las llamas se apoderaron de él.

“Siento como me el fuego se sube por las piernas, entonces trato de correr para el otro lado de la carretera y cuando salgo a la vía ya no tengo ropa puesta. Me apagó un carro rojo que venía en camino”, cuenta Jorge, mientras en su mente recrea el momento en que su vida cambió.

Al llegar al otro lado de la carretera, Jorge no podía creer lo que veían sus ojos. Sus amigos, familiares, vecinos, jóvenes con quienes creció, estaban envueltos en llamas y otros ya estaban calcinados. No pudieron escaparse del fuego.

Aterrado por la horrible experiencia y el desespero por no poder hacer nada, fue llevado hasta el hospital San Cristóbal de Ciénaga y de allí fue directo al aeropuerto para coger un vuelo humanitario a Bogotá, donde lo internaron por la gravedad de sus lesiones.

Jorge duró 22 días entubado y 4 meses en el hospital; tuvieron que extraerle piel de todos los lados de su cuerpo donde le fue posible a los médicos para reconstruirle la piel que tenía despedazada por las llamas. 

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El dolor de una madre

Mientras Jorge se encontraba en Bogotá luchando por su vida, su madre, doña Emperatriz Vargas gastaba la poca fuerza que tiene, por el paso de los años, arrodillada en su habitación pidiéndole a Dios que le salvara a su hijo. 

No quería enterrarlo como le había tocado hacer con varios parientes y vecinos que consideraba su sangre.

“Eso fue algo tremendo, verlos con esos ojos cuajados, la piel de la cara se le caía, sus miembros quemados. Fue un infierno que los impactó a ellos. Ahí Dios escogió, eso fue el infierno”, dice doña Emperatriz.

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La mujer relata que cuando les informaron a los jóvenes de su cuadra que el camión se había volcado, muchas de las madres les escondían los zapatos a sus hijos para que no fueran, para que se quedaran en casa. El sexto sentido les decía que algo sucedería, pero las advertencias no valieron.

“Esto fue lo más grande que sucedió en este pueblo. De 66 años que tengo nunca había visto una tragedia como la que vi ese día. Esos niños sin ojos, la piel cayéndose. Eso parecía un matadero con esas pieles que nadaban en el hospital”, cuenta esta madre de familia.

La vida cambió, pero no las oportunidades

Para Jorge su vida cambió desde ese día. Se le dificulta correr por las heridas de sus piernas, su piel quedó con cicatrices por las quemaduras y no puede exponerse al inclemente sol del corregimiento porque le pica y arde el cuerpo.

No obstante, aunque él ya no es el mismo, la falta de oportunidades y el nivel extremo de pobreza en su territorio no cambia, solo que ahora cargan a sus espaldas la muerte de 45 personas.

A un año de la tragedia tuvo que volver a su antiguo trabajo: la venta de bebidas en el peaje de Tasajera. 

Bajo el inclemente sol, con el asfalto ardiendo a sus pies y sin oportunidad de más, Jorge se va de 2:00 a 7:00 p.m., a venderle a los vehículos que transitan por la zona.

Su meta diaria es hacerse de 25 a 30 mil pesos para darle de comer a su mujer y al bebé de 1 año que tiene. 

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Aunque no tiene las cremas que le mandaron para su cuidado y se expone a una alergia que complicaría su salud, para él es más importante que su familia tenga un bocado de comida en su estómago.

“Ya no puedo correr como antes, mi vida cambió, fueron 10 cirugías que me hicieron en las piernas”, puntualizó Jorge mientras miraba a lo lejos a sus demás compañeros vendiendo bebidas bajo el sol de las 2:00 de la tarde.

La tragedia que sucedió hace un año, mantiene las heridas más vivas que nunca por estas familias sumidas en el olvido y la pobreza extrema.

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