Por: Luis Oñate Gámez
En mi primer encuentro con Santa Marta, la noche anterior no dormí esperando con ansiedad esa mudanza a la ciudad de mis sueños.
Pasadas las ocho, iniciamos desde Algarrobo la mudanza en un viejo camión, cuya carrocería crujía atravesando una trocha llena de huecos y escalerillas que no permitían una velocidad superior a los 30 o 40 kilómetros por hora.
A los que viajábamos en la parte de atrás del vehículo de carga, entre muebles, bultos y otros enseres, nos tocó arroparnos la cara para tratar de hacer menos nociva la polvareda que levantaban los carros que nos sobrepasaba o los que iban en sentido contrario.
Para ese entonces la vía entre Algarrobo y Fundación era una especie de serpiente que bordeaba el piedemonte, pasando por Bellavista, Sietevueltas y Santa Rosa, y el pavimento solo comenzaba en La Esquina del Progreso.
Era la noche del miércoles 10 de febrero de 1971, la luna llena se estaba estrenando y con su luz a chorro plateaba todo a nuestro alrededor; los árboles que bordeaban la carretera, los puentes metálicos que me causaban admiración, la Sierra Nevada en la distancia y el mar cuando pasamos Ciénaga. Me dejó extasiado la infinidad de cristales que brillaban en la mar con una luz extendida hasta el infinito.
Creo que era como la una de la madrugada cuando el camión se cuadró al lado de aquella casa de esquina, en la calle 30 frente al río Manzanares. Mientras bajábamos la mudanza pasaron como dos o tres horas, aunque el cansancio y la falta de sueño hacían mella en mi cuerpo, ese otro día tampoco dormí mucho, ansioso de que la luz del día me permitiera conocer más de cerca esa Santa Marta histórica y embrujada de la que ya me había ilustrados a través de decenas de relatos orales y escritos.
Desde ese entonces Santa Marta se ha metido en mí. Aquí me “encolmillé”, me gradué de primaria en La Escuela Santander y de bachiller en el glorioso Liceo Celedón, me fui a estudiar periodismo y hace más de 30 años regresé a ejercer la profesión. Aquí nació mi hijo, aquí me ha hecho alegrar y sufrir el Unión Magdalena y aquí he aprendido a servir y amar la vida.
¡Oh Santa Marta, naturalmente mágica, feliz cumpleaños!