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Judiciales

El rescate de Melissa, sobrina de Gabo, evitó una guerra

Salud Hernández-Mora

En un informe para el diario El Tiempo, la periodista Salud Hernández Mora explica cómo el rescate de la empresaria magdalenense Melissa Martínez, evitó una guerra.

No era un secuestrador más. Ni sería el único plagio que cometería. Rigoberto Rojas pensaba resucitar la banda que hizo tristemente famoso a su tenebroso clan familiar y de nuevo haría de Palmor el fortín de su imperio criminal. “Si corona el secuestro, arma una guerra”, me dijo un lugareño.

Pero el exparamilitar entrenado por el mercenario israelí Yair Klein, que creía tener todo bajo control, cometió dos errores de principiante. No averiguó bien los datos del trofeo y permitió que sus peones cambiaran de víctima en el último momento. Ya no secuestrarían a quien creían dueño de un emporio agrícola –del que solo era gerente–. Se llevarían a su esposa o a su hijastra, parientes de Gabriel García Márquez, detalle que desconocían.

Al final fue la sobrina nieta del nobel, ingeniera de diseño, de 34 años, dedicada al cultivo de palma, la que cayó en sus redes.

La noticia del secuestro de Melissa Martínez García, el 23 de agosto del 2018, el primero en el mandato de Iván Duque, dio la vuelta al mundo y ejerció enorme presión sobre los Gaula. Su libertad se convirtió en prioridad para el gobierno que apenas aterrizaba. Había que devolverla a su hogar, sana y salva, sin reparar en gastos.

La policía destinó sus mejores efectivos para cumplir la misión y poco a poco destaparon una trama con tentáculos en el propio Palmor, apacible y pequeño corregimiento cafetero, enclavado en la Sierra Nevada de Santa Marta, a solo una hora de la troncal y a dos de Ciénaga, la cabecera municipal.

La rescataron a los cuatro meses, en una arriesgada operación de vida o muerte. Capturaron al cerebro y a once cómplices, y ahora la justicia debe decidir las condenas de todos ellos por secuestro agravado.

A medida que avanzaron las investigaciones, descubrieron que se habían ensañado de manera incomprensible, desproporcionada, con Melissa. Había vivido un horror, lo que daba muestras de la peligrosidad del grupo que conformó Rojas y el terror que habría sembrado tanto en Santa Marta como en la Sierra.

Pronto se cumplirá un año del secuestro y la vida sigue en Palmor con una aparente normalidad. Pero en cuanto conversas con paisanos y arañas la superficie, encuentras que aún están golpeados por lo sucedido. Melissa permaneció oculta en fincas cercanas al centro urbano y varios de los implicados son nativos, personas “buenas y trabajadoras”, dicen de quienes nunca conocieron un mal paso. El Mello murió durante el rescate, en el enfrentamiento con los uniformados. Los demás pasarán décadas en la cárcel.

“Ha marcado al pueblo, aquí prácticamente somos una sola familia, nos conocemos desde siempre. Es la hora en que uno todavía se pregunta qué les pasó, por qué se metieron en eso. Si hubiesen sido otras personas que se la ganaran fácil, uno lo creería. Pero todos son muy trabajadores. Y muchos aún esperan que los dejen libres”, afirma un comerciante que se reserva su nombre, lo habitual en estas regiones apartadas. “La verdad es que aquí dolió más la muerte del Mello que lo que le pasó a la muchacha. Tenía cinco hermanos y a veces pienso que lo hizo para colaborarle a la mamá. Pensó que era fácil”, agrega afligido.

“Si eran campesinos buenos que cayeron en una trampa, ¿por qué fueron tan crueles con una cautiva indefensa?”, pregunté a algunos entrevistados. Solo les precisé que le abofeteaban y eran continuas las amenazas de matarla, incluso aseguraron que lo harían el 24 de diciembre. No les contaba que la sepultaron veinte días en un hueco raquítico con un solo agujero por donde le pasaban la comida y un recipiente para sus necesidades. Antes permaneció semanas en una casa abandonada en donde la devoraban los insectos y la encadenaban. Su última morada fue una cueva, el lugar de donde la terminarían rescatando.

La verdad es que aquí dolió más la muerte del Mello que lo que le pasó a la muchacha. Tenía cinco hermanos y a veces pienso que lo hizo para colaborarle a la mamá. Pensó que era fácil.

Tampoco refiero que le escupían los alimentos y llegaron al extremo de hacérsela comer con orines, molestos porque la rechazaba. Y nunca pudo bañarse. Pensó que allí saldría muerta.

Las respuestas son miradas incrédulas y silencio. Aún les cuesta creer que participasen en los hechos y, más aún, que fuesen brutales con una cautiva indefensa. “Mátenme, que me hacen un favor. O denme una pistola y yo me mato”, suplicó en algún momento Melissa, desbordada por el maltrato, según relató un investigador del caso.

En Palmor aseguran que desconocían todo, jamás imaginaron que la tenían tan cerca. Habitado por colonos laboriosos, de origen huilense, nariñense, santandereano, que impregnaron de cultura cafetera esas infinitas lomas verdes, prefieren pensar que Rigo Rojas engañó a sus cómplices. Igual que a todos los del pueblo.

“Uno sabía que tenía su pasado, pero pensamos que estaba en Justicia y Paz y quería cumplir a la gente por los daños causados”, rememora Ariel Barreto, el bondadoso presidente de la junta de acción comunal. “Rojas entraba a Palmor con la Fiscalía para entregar los terrenos que decía que iba a dar a las víctimas”, precisa.

“Lo cierto es que si corona el secuestro, hubiese tentado a otros muchachos. Es una economía tan precaria que quizá alguno más habría caído”, reconoce otro vecino.

No solo sobreviven con lo justo, también sienten que el Estado no existe. La propia comunidad pavimentó las pocas calles del corregimiento y es la única que arregla caminos y atiende desastres naturales. Incluso, el futuro de un destino de turismo ecológico está en riesgo porque vierten aguas negras a los caños y botan las basuras a las laderas.

“Cada semana arrojan desechos orgánicos y los de los químicos de pesticidas y fertilizantes a la quebrada Palmor. Igual ocurre con otros corregimientos de la Sierra, es un problema delicado”, agrega uno más. Ni hablar del caso en que un turista sufra un accidente. Tendrían que trasladarlo en moto por una trocha infame.

EL SECUESTRO

Rigoberto o Rigo, el último cabecilla del ‘clan Rojas’, había regresado al pueblo a mediados del 2017, tras pagar nueve años de cárcel. La residencia habitual la fijó en Barranquilla, pero en Palmor se instalaba en la hermosa finca cafetera y platanera de Otoniel Barreto, un patriarca apreciado y respetado, de 68 años, informante en su día del Ejército cuando sacaron a las Farc de la región. Hacía las veces de juez y conciliador en las disputas cotidianas, pero en diciembre del 2018 murió asesinado.

Aunque sus paisanos creían que Rigo estaba concentrado en devolver tierras, ante la Agencia de Reintegración posaba como dedicado a la compraventa de café. Para el Gaula, sin embargo, retornaba con la sola intención de reorganizar la banda y planear el secuestro. Debía buscar cómplices y guaridas. Incluso, en el pueblo hay quienes apuntan a que pudo ser el asesino de Otoniel cuando este descubrió sus verdaderas intenciones.

Eliécer Peñaranda fue uno de los que aceptó el trato. Caficultor y ganadero de 48 años, casado y padre de seis hijos, cobraría trescientos millones de pesos, afirman unas fuentes oficiales, por prestar la finca en donde se hallaba la cueva y ayudar en diferentes fases del secuestro.

También se les unió uno de sus sobrinos, así como un hijo de Otoniel, además de otros conocidos. Nadie sospechaba de ninguno, todos los entrevistados aseveran que jamás dieron en sus vidas motivos para pensar que eran nada distinto a buenos miembros de la comunidad.

“Una vergüenza para el pueblo. Si el papá de Eliécer viviera, se muere de pena moral, era un señor honesto que trabajó para darles estudio a los suyos”, comenta un caficultor.

“El problema de Palmor es que es una economía muy precaria, la gente trabaja mucho y gana lo justo para vivir. La temporada de café son cinco meses, y los otros seis es esperar y sobrevivir con ahorros”, explica el presidente de la junta.

En Santa Marta, entretanto, un tal alias Barranquilla seguía los pasos del principal objetivo, el padrastro de Melissa, para el que había trabajado. Estaba hastiado de ganar mínimos, quería plata de verdad. El secuestro se la proporcionaría.

Lo raptarían en Zona Bananera y lo subirían a las montañas que circundan Palmor, donde no había policía y rara vez pasaban militares. Desde que el Ejército echó a las Farc en el primer gobierno de Uribe, en el pueblo aseguran que rara vez ocurría algo, reinaba la paz.

El 23 acuden a los alrededores de la finca en donde trabaja Melissa. La ven salir sola y en un principio creen que es su mamá y no ella. Interceptan la camioneta, la sacan a la fuerza y salen disparados hacia la Sierra. En un punto del trayecto cambian de vehículo y la camioneta de Melissa la conducen hasta Minca, el reino de los Pachencas. La abandonan para endilgar el secuestro al grupo armado más poderoso en ese momento en la Sierra.

Atraviesan Palmor de madrugada con una Melissa aterrada. Una vez asegurada, entra en juego el encargado de las negociaciones. Pide 5 millones de dólares por liberarla. Mandan la primera prueba de vida. La cautiva aparece con dos hombres armados.

Ha marcado al pueblo, aquí prácticamente somos una sola familia, nos conocemos desde siempre. Es la hora en que uno todavía se pregunta qué les pasó, por qué se metieron en eso.

CEREBRO

Al poco de iniciar las investigaciones, el Gaula determina que el cerebro del secuestro tiene experiencia. Después determinan que la esconden en algún paraje de Palmor, bajo el mando del ‘clan Rojas’. De los tres hermanos con abultado prontuario, dos siguen presos y solo Rigoberto volvió a la calle. Utilizan helicópteros, drones, aviones, imágenes satelitales para escrutar palmo a palmo el terreno, así como equipos de radiolocalización de números telefónicos.

Tras semanas de intenso trabajo, una fuente humana los conduce a alias Barranquilla. Interceptan sus móviles, y la novia resulta ser una mina. Relata a la mamá que su novio ha secuestrado a la nieta de García Márquez. En otra ocasión comenta que le piensan cortar un dedo para la prueba de vida. Ante la revelación, la única preocupación de la señora es que avance el negocio “y quede platica”.

Los días corren, amplían la red de sospechosos, desentrañan parte de la estructura que Rigo ha montado y confirman que las llamadas a la familia las hacen desde la frontera, con teléfonos venezolanos, comunicación encriptada y voz distorsionada. De 5 millones bajan a tres.

Pero no logran localizar la guarida. Necesitan estar en Palmor.

Infiltrar agentes en un pueblo pequeño, donde todos se conocen, requiere tiempo y no lo tienen. Y enfrentan a una banda sanguinaria capaz de todo. Optan por cumplir una vieja demanda del corregimiento: establecer una estación de policía. Solo que los primeros uniformados serán agentes encubiertos del Gaula para hacer inteligencia en el terreno.

Al comienzo no los reciben bien. “Toca sacar los tombos”, escuchan los policías. No es la gente de a pie la que protesta, sino los interesados en que desaparezcan para que no interfieran en sus planes.

La segunda prueba de vida, 5 noviembre 2018, es un video. “Por favor, sáquenme de aquí, no puedo más”, suplica Melissa a su familia, con las manos amarradas.

Con las informaciones que obtienen en el corregimiento, estrechan el círculo. Ya tienen a una docena identificados. Descubren que se reúnen en Santa Marta para evaluar la marcha del secuestro.

La última rebaja de la exigencia económica que hacen a la familia prende las alarmas: 250 millones de pesos. Es irrisoria, no alcanza ni para pagar lo prometido a la maraña de cómplices.

Concluyen que no tienen la menor intención de entregarla. Si no actúan rápido, la matan y continúan negociando como si siguiera viva, convencidos de que nadie dará nunca con ellos ni con la guarida.

La misión comienza 24 horas antes del asalto. Toman una decisión difícil, algo que nunca habían hecho: capturar a la banda antes de rescatar a la víctima.

El 16 de diciembre, en un enorme operativo, logran apresarlos. Los aíslan. Tras repasar los perfiles de cada uno para detectar a los débiles, señalan a alias El Mono, a Samuel y a Eliécer Peñaranda. La estratagema da resultado. Los tres se derrumban y colaboran. El último admite ser el dueño de la finca en donde la guardan.

A las 5 de la tarde parte hacia la Sierra un equipo de 16 comandos con Eliécer de guía. Caminan durante horas a oscuras. Es noche sin luna por un terreno quebrado, peligroso. Llegan a la base de una pared donde nadie hubiese podido llegar sin un nativo. “Toca subir”, indica Eliécer. Solo ascienden los de Operaciones Especiales sin hacer ningún ruido.

Entran a la cueva con sigilo, prenden las linternas y enfocan un cuerpo en una hamaca, con un fusil y una pistola en el pecho. Se despierta y echa mano de las armas. Le dan de baja. Revisan la cueva y encuentran a Melissa acostada. “¿Quiénes son?”, pregunta. Tarda un rato en comprender que ya es una mujer libre.

En Palmor, la noticia de su liberación alivia en un principio. Lamentan la estigmatización del pueblo, pero aplauden que esté preso Rigo Rojas, un criminal que nunca muestra el mínimo arrepentimiento por su pasado sanguinario. Pero la salida de unos bandidos no supone el final de la nueva violencia.

EL RELEVO

Los Pachenca aprovechan el vacío que deja Rojas, preso en Cómbita, para intentar ingresar al reino de sus enemigos. Es corredor estratégico de movilidad, pero solo se pueden sostener en el día a día con pequeñas vacunas porque el café no da para más.

Citan a los mototaxistas de la zona a una reunión para anunciarles su arribo. Acuden un grupo nutrido que escucha a los armados con hastío y preocupación. Ya creían que podrían vivir en paz.

Pero la policía da de baja a ‘Chucho Mercancía’, el capo de la banda, en junio, en un operativo policial. Enseguida corren los rumores de que el ‘clan del Golfo’ está dispuesto a ocupar su lugar.

Voy hasta Pueblo Nuevo, el caserío pobre, polvoriento, abandonado a su suerte, sobre la trocal del Magdalena y a orillas del Caribe, donde enterraron a ‘Mercancía’ con disparos al aire y mariachis. Unos lugareños trabajan en la obra de la escuela. Lo hacen con sus propias manos y con recursos de la comunidad y de una pequeña fundación samaria. Hablo con otros vecinos. La preocupación es palpable. Temen la llegada del ‘clan del Golfo’ y quedar en medio. “Siempre existe algún grupo. Unos se desmovilizan y aparecen otros”, afirma una nativa. Sigue con la enumeración de las infinitas carencias, con gobiernos de todo orden que nunca se acuerdan de su existencia.

Lo mismo encuentro en Guachacas. A las quejas que se oyen por toda esa otra Colombia de servicios públicos inexistentes, salud bajo mínimos, corrupción rampante, suman las acusaciones de las autoridades a los líderes locales de formar parte de la estructura de los Pachencas.

‘Chucho Mercancía’ controlaba, pero no tanto como antes. A diferencia de los Rojas, que secuestra, ellos vacunan y se dedican al narco”.

De nuevo en la Sierra, en Palmor. En la zona rural, por una trocha que serpentea las montañas, hallo a la esposa de Eliécer, una mujer desolada cuando recuerda que han pasado media vida juntos, desde que ella era una adolescente. Antes vivía en el pueblo para acompañar a sus hijos en el colegio. Ahora aprende del campo y le ayudan los chicos adolescentes. “La vida nos cambió totalmente”, me dice y se echa a llorar. No deja de preguntarse las razones para que su marido diera un paso hacia el abismo.

Vuelvo a conversar con el presidente de la junta, un hombre que se resiste a perder la esperanza. Pese al olvido de Ciénaga, a la falta de horizontes para los jóvenes, aún confía en que un día, el Gobierno Nacional se acuerde de ellos.

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